PERFIL
COLUMNISTAS OPINION Zenón Biagosch
14|04|17
Suscita tristeza leer el informe del Indec sobre “Condiciones de Vida – Incidencia de la Pobreza y de la Indigencia” que se publicó el pasado 28 de marzo, donde se exponen las conclusiones de la Encuesta Permanente de Hogares sobre los niveles de pobreza en nuestro país, luego de relevar casi nueve millones de hogares y unas 28 millones de personas de más de 31 aglomerados urbanos.
De esa representativa muestra –que tiene la innegable virtud de que ahora el Indec expone como una realidad antes existente pero oculta– surge que más de un 30% de nuestra población está por debajo de la línea de pobreza y de los cuales el 6% posee además la condición de indigente. Asumiendo que esos números expresan personas, es evidente que estamos frente a una verdadera tragedia nacional que nuestro país vive hace muchos años.
Se acentúa la indignación que suscitan esas cifras al verificar que de esas personas pobres, un 33% son niños menores a los 14 años y otro casi 29% son jóvenes de entre 14 y 30 años, con lo que una alta proporción de quienes deberían ser forjadores del futuro argentino no tienen oportunidades de desplegar su potencial genético dado que ni siquiera cubren sus necesidades básicas de alimentación y vivienda.
Téngase en cuenta que una persona es indigente si vive en un hogar cuyos ingresos no alcanzan para adquirir la llamada Canasta Básica Alimentaria (CBA) formada por una cantidad de alimentos que cubren un umbral mínimo de necesidades energéticas y proteicas, hoy valuada en $ 5.548.
A su vez, una persona está por debajo de la línea de pobreza si en su hábitat no hay ingresos para comprar la Canasta Básica Total (CBT) en la que, a las elementales necesidades alimentarias, se añaden algunas otras básicas como vestimenta, transporte, educación, salud, etc., hoy valorizada en $ 13.945.
Corresponde saber que hoy los hogares indigentes sólo llegan a ganar en promedio un 60% de la CBA y los pobres apenas cubren un 63% de la CBT, lo que da cuenta de que el camino a transitar para salir de esa situación aún es muy largo.
Quise asumir con más fuerza lo que implica este verdadero drama, reflejado aquí en unos fríos números, intentando representar esa realidad social a mi ámbito familiar. Imaginé lo que sería llegar a mi hogar un día de invierno y ver a dos de mis cinco hijos sentados a la mesa descalzos y sólo pudiendo mirar comer al resto. Que al llegar la noche esos dos hijos míos tuvieran que dormir en un balcón o patio y los otros en sus cálidas camas y a la mañana despidieran a sus otros tres hermanos que van a un colegio en el que tienen clase y al que ellos no pueden acceder.
Sólo imaginar a mi cría viviendo ese drama me resulta casi insoportable. Me pregunto entonces, ¿porqué nos resignamos a convivir con un tercio de nuestros compatriotas bajo tales situaciones indignas e inhumanas? Esa situación es inaceptable y desde la moral social nos debe interpelar a todos.
Con una sociedad dividida y crispada como la actual no es posible siquiera cambiar la tendencia para empezar a revertir esa realidad, lo que demanda unión, paz, concordia, tolerancia y pensar y hacer entre todos un modelo de país donde la exclusión no sea su característica principal. Es difícil señalar un culpable, pero es seguro que todos somos en parte responsables. La grieta de la que tanto se habla no es la que separa a sectores con visiones políticas y modelos de gobierno antagónicos. La verdadera grieta es la deuda interna que nos separa a los dos tercios que vivimos en la inclusión de nuestros hermanos e hijos sumidos en una triste y vergonzosa marginalidad.
La Pascua, que expresa el paso de la esclavitud a la libertad y de la muerte a la vida eterna, es una buena ocasión para reflexionar y entender que si no somos capaces de unirnos en el amor al prójimo, hecho de obras y no sólo de palabras, la vida en común será difícil para todos, para los excluidos y también para los incluidos. Porque sigue siendo cierto aquello de que nadie se realiza en una comunidad que no se realiza.
* Director de Fidesnet.